Ya han llegado las garzas, los
picabueyes. Las he visto pasar en
escuadrones ordenados y, según
me dijo Patrick, indican el fin de
la estación de lluvias. Es verdad,
hace días que no llueve, las aguas
estancadas desaparecen, el aire
viene más fino y el cielo más
transparente, más profundo.
Han llegado también del Norte el
tucán, el gavilán y el milano y no tardará en hacer su
aparición el harmatán, ligero y corredor, del otro lado del río Niger, quizá
de más allá del Teneré o del Aïr,
allí donde se hacen los vientos
y se pierden las gentes con sus
camellos, el desierto.
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Es que estamos a un paso y por
las noches nos viene el eco de ese mar interior y podemos seguir
sus rutas por la Cruz del Sur,
Betelgeuse, tan vivas como son. Así me parece todo más fugitivo,
transitorio, andariego.
La tierra de cultivo pierde
consistencia y los pasos del
camino levantarán nubecillas
de polvo de una tierra trillada,
desmenuzada por tantos peregrinos que no han dejado
más huella que este polvo
secular acompañado por los
rebaños de cebúes y pastores peul que también inician la
trashumancia hacia el Sur con los
brazos abiertos apoyados sobre el
palo que recorre sus hombros y su
sombrero cónico de paja.
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